Las palabras y las cosas

viñetaEn un pasaje del libro de Lewis Carroll “A través del Espejo”, Alicia, la niña protagonista del relato aparece discutiendo con el inquietante personaje de Zanco-Panco (Humpty-Dumpty, en el original). El objeto de esa querella es el modo en que nos relacionamos con las palabras. El autor del relato, erudito en matemáticas y lógica, había desarrollado una especial querencia por el estudio de las paradojas y los silogismos, de manera que las cuestiones relacionadas con el lenguaje, en particular aquellas referidas a la semántica, ocupan a menudo un lugar destacado también en su obra literaria.

El pasaje dice así:
- No sé lo que quiere decir con eso de la “gloria”, observó Alicia.
Humpty-Dumpty sonrió despectivamente.
- Pues claro que no…y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que “ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada”.
- Pero “gloria” no significa “un argumento que deja bien aplastado”, objetó Alicia.
- Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty-Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso-, quiere decir lo que yo quiera que diga…ni más ni menos.
- La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
- La cuestión -zanjó Humpty-Dumpty- es saber quién es el que manda…eso es todo.

El diálogo citado aborda la cuestión de la relación entre las palabras y sus significados e, incluso, más generalmente, la relación entre las palabras y las cosas. Como habrán adivinado ya algunos lectores, no se trata de un problema teórico, puramente formal; esa cuestión palpita con fuerza y afecta en gran medida al desarrollo concreto de nuestras vidas, incluso en sus aspectos más cotidianos. De hecho, el apólogo sobre Humpty-Dumpty puede muy bien servir para brindar algunas reflexiones en torno a los políticos profesionales y, si me apuran, hasta para iluminar decisiones municipales de actualidad. Me refiero, claro está, al reciente caso del centro cívico de Irun. Me explicaré.

El crédito social de una persona depende, en gran medida, del tipo de relación que establezca con el lenguaje. Consideramos que alguien merece nuestra confianza cuando ésta demuestra un rigor sostenido a la hora de preservar la ecuación entre palabras y cosas, entre denominaciones y hechos, entre la enunciación y la actuación. Así, aquellos que se muestran desdeñosos en el uso de las palabras o, peor aún, se comportan de un modo descuidado a propósito de relación entre el discurso y la acción, tienden a ser percibidas como irresponsables, indignas de nuestra confianza. Desde luego, cabe también hacer un uso inmoral del lenguaje; ello sucede cuando forzamos de manera consciente el sentido de las palabras y pretendemos, como Humpty-Dumpty, que signifiquen lo que nosotros deseamos, alterando su sentido a nuestra conveniencia; o cuando, por ejemplo, fingimos olvidar la palabra dada y nuestros actos traicionan aquello que proclamamos. Si esto es así, resulta evidente que el señor alcalde de Irun y su equipo de gobierno no se merecen nuestro crédito. Conviene apuntar que el término “centro cívico” designa un espacio erigido para el uso y disfrute exclusivo de los habitantes del barrio o de la ciudad donde se ubica, esto es, un ámbito pensado, diseñado y ejecutado en vistas a un uso público, y sólo público. Ese es seguramente el significado al que apelaron nuestros gobernantes en su día cuando anunciaron a bombo y platillo el desembolso de una cantidad importante de nuestro dinero para tal efecto. La realidad, sin embargo, es bien distinta: basta asomarse al recinto (por cierto, ¿qué clase de gobernantes permiten que gran parte de la fachada de un edificio teóricamente público luzca pintado con el color chillón y los distintivos publicitarios de una empresa privada?) para percatarse de que no hay correspondencia alguna entre la palabra y la cosa. El señor Santano y sus secuaces insisten en seguir empleando esa palabra, “centro cívico”, para referirse al edificio que ahora acoge un aparcamiento privado, una superficie comercial ocupada por un supermercado, y una universidad de gestión privada. Los hechos, sin embargo, traicionan el sentido y alcance de la palabra tantas veces cacareada entonces buscando nuestra aceptación. Y, por si fuera poco, ante la más que previsible avalancha de denuncias, pretenden acomodar su significado a sus designios y necesidades particulares. De acuerdo con el pasaje de la obra de Carroll, el poder, en su faceta más arbitraria y autoritaria, consiste precisamente en eso: en forzar y deformar las palabras hasta hacernos creer que pueden significar lo que el poderoso anhela que signifiquen en cada momento, hasta el punto de que, a fuerza de tanta intoxicación, nuestra percepción de la realidad también se vea afectada. Algunos pensarán que es un hecho trivial, sin importancia. Y, sin embargo, al menos a mi juicio, en esas violaciones de las palabras, y en el quebrantamiento de su relación con las cosas, anida el desprecio más descarado por los demás: esto es, el principio de la corrupción.

Antes de concluir, me referiré a las desafortunadas palabras que el señor Páez pronunció hace unos días en su radio amiga con motivo de una iniciativa lanzada en internet para recabar firmas en contra de lo realizado con el (mal) llamado “centro cívico”. En un nuevo gesto de desdén y arrogancia hacia las voces críticas con su partido, el señor Páez llegó a mofarse de la iniciativa empleando como argumento el hecho de que entre los firmantes figuraban personas que habían tramitado su protesta desde países extranjeros. Con ello demuestra una preocupante estrechez de miras y una pobre inteligencia, impropia del cargo que desempeña. En primer lugar, un habitante de Azerbaiyán, por ejemplo, puede expresar su protesta por algo que considera un disparate, y el hecho de que esa injusticia se produzca a miles de kilómetros de distancia del lugar en el que vive no sirve para deslegitimar sus argumentos; de lo contrario, se nos escamotea a los iruneses la posibilidad de participar con nuestras firmas en hechos que consideramos dignos de nuestra protesta y que han sucedido en lugares remotos. En segundo lugar, cabe imaginar un escenario en que, en parte debido a la nefasta gestión del señor Páez, un ciudadano de Irun se haya tenido que desplazar a Azerbaiyán en busca de un empleo que no encuentra en su ciudad y que haya remitido su firma de protesta por algo ocurrido en Irun desde su nuevo lugar de residencia. Y, por último, es preciso señalar que si el señor Páez decidiera participar desde su domicilio en una iniciativa similar, impulsada por su partido, por ejemplo, su firma también figuraría como procedente de un país extranjero ya que, conviene recordarlo, el señor Páez reside en Francia. Quizás algún día aproveche una visita a la radio para, en lugar de desacreditar una protesta razonable y legítima, explicarnos cómo hace para residir en un país extranjero y participar con su voto en las elecciones municipales de otro país.

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