La deriva reaccionaria y securitaria que se está pretendiendo en Mosku por parte de un sector de la población arengada y apoyada por el actual equipo de gobierno municipal cada día es más preocupante. Una idea que parece subyacer es la de "reconquista" de un espacio perdido mediante la imposición y un claro impulso a la gentrificación del barrio como objetivo final.
La petición de cámaras es una muestra clara de la colonización de nuestras mentes como se explica en el texto. Ante unos problemas determinados la solución siempre parece venir de un mayor control y perdida de nuestros derechos en pos de una seguridad que si no se atajan las verdaderas causas nunca se dará. Hemos pasado a un estadio en el que las medidas coercitivas no se nos imponen sin que las demandamos.
Sonría, por favor, está siendo filmado
En el banco y en la estación / escondidas en la esquina / en el centro de la ciudad / en las calles de negocios / a tu espalda o frente a ti / se despliegan en silencio
El ojo te ve. LPR
El pasado mes de septiembre del 2008 descubríamos por la prensa que el Ayuntamiento de Irun iba a instalar un circuito cerrado de cámaras que según sus responsables políticos facilitará el control del tráfico en el centro de Irun y sería aprovechada para mejorar la seguridad ciudadana. El coste de esta instalación es de 202.494 euros presupuestados. Este circuito finalmente ha sido instalado en la zona centro (Paseo Colón, Genaro Etxandia) así como en el barrio de San Miguel. Lugares donde sólo basta mirar a nuestro alrededor para que seguramente más de una cámara de vídeo haya reconocido ya algunos de nuestros movimientos, que se encuentren debidamente almacenados en un archivo. Son muchas las cámaras instaladas en sucursales bancarias, instalaciones institucionales o policiales que ya recogían, almacenaban y grababan nuestro ir y venir cotidiano por estos concurridos viales.
Sin embargo, este nuevo sistema de cámaras en circuito cerrado parece que no sólo sirve para actuar con mayor celeridad frente a los problemas ocasionados por el tráfico[1], su principal función según se ha manifestado, sino que este equipamiento tiene una segunda función como muy claramente explica a la prensa el mismo alcalde, «en esos puntos conflictivos para el tráfico y en algunos lugares mucho más restringidos, vamos a utilizar una parte del sistema para colocar cámaras que puedan mejorar la seguridad ciudadana. Esa infraestructura nos va a ser útil para tener información y garantizar, sobre todo en algunos puntos muy concretos de la ciudad, aspectos relacionados con la seguridad»[2]. Así lo han hecho. Lo más preocupante no sólo ha sido el hecho de la falta total de respuesta ciudadana ante este recorte en nuestros derechos, como ha pasado en el barrio bilbaíno de San Francisco[3], sino que ha sido demandado por los propios vecinos y comerciantes de los entornos de San Miguel/El Pinar “para mejorar la seguridad de estos barrios”[4]. Éstos no van a ser los únicos barrios que dispondrán de sistemas de videovigilancia en la calle, así Maite Cruzado, concejal delegada de Relaciones con el Ciudadano, afirmaba que “también colocaremos cámaras en Behobia”.
Inseguridad, miedo. Control social y videovigilancia
Ideal para proteger / al pequeño comerciante
ideal para acojonar / al feroz manifestante
El ojo te ve. LPR
El debate debería estar servido pues es mucho lo que está en juego. Detrás de este tipo de medidas hay una concepción de la sociedad moderna orientada al control social entendido como el conjunto de prácticas, actitudes y valores destinados a mantener el orden establecido en las sociedades de manera coercitiva y punitiva en este caso. Se nos vende seguridad en detrimento de libertad incluida en ésta la perdida de nuestra privacidad e intimidad. El concepto de seguridad en nuestros días pasa necesariamente por el de vigilancia jugando con una doble moral, por un lado tratando de vender su necesidad al ser generadora de protección y por otro la represión y el control. Cierto es que se ha llegado al punto de cerrar el círculo y hoy son muchas las personas que tienen interiorizado que la misma represión y el control social son precisos para garantizar nuestra propia seguridad. Un mal menor en esta lógica represiva instalada en nuestro subconsciente colectivo. La inseguridad y el miedo que ésta crea son un buen lubricante para esta lógica de control. La inseguridad es entendida como la consecuencia de todo desorden social y económico: es argumento político, ético, económico, moral, y cultural para justificar la intervención de los poderes gubernamentales, mediáticos y financieros, en la esfera del espacio público y la vida privada[5]. Sin embargo, la inseguridad no es producida necesariamente por la falta de seguridad. La inseguridad es un problemas sistémico e integral más que un problema de falta de vigilancia. Dicho de otro modo, la inseguridad no es consecuencia de una falta de vigilancia, tal y como el Estado moderno y contemporáneo argumenta. La inseguridad es consecuencia directa de la desigualdad económica, la miseria y la injusticia social, la criminalización de la inmigración y un largo etcétera del mismo corte: injusticia, desigualdad, falta de libertades individuales y sociales.
Aunque la apuesta por la videovigilancia no parece que sea la mejor forma de solucionar esta inseguridad. Así recientemente en Londres, la ciudad más videovigilada del mundo[6], un amplio sector del gobierno y la sociedad han denunciado el total fracaso de estas medidas en materia de seguridad, pues el 80% de los casos grabados siguen sin resolverse, tras un gasto de cientos de millones[7]. En el caso de nuestra ciudad no parece que de momento sea la resolución de casos la prioridad como lo es la política preventiva, tan de moda en estos tiempos. El primer efecto que se puede conseguir con estas medidas es desplazar el problema a otras zonas si los habitantes “conflictivos” de estos entornos se sienten “agobiados” por tanta vigilancia. Evidentemente la raíz de los problemas continuará en estos lugares pues no se abordan dichos problemas con disposición de solución quedándose en la superficialidad y la sensación de miedo e inseguridad producida en unos y unas vecinas que se les ofrece como única solución la represión y el castigo para satisfacer una necesidad de seguridad inducida. No parece que la solución a la crisis social que estamos padeciendo y que augura un mayor conflicto social debido al aumento del desempleo y las situaciones de falta de recursos sea la instalación de circuitos cerrados de videovigilancia. O tal vez si lo sea.
Potenciar la política del miedo puede que traiga réditos a ciertos sectores[8] (político, económico, militar, policial..) Se entiende la política del miedo como una manera de entender la política en la cual los discursos políticos no enfatizan las promesas de un futuro mejor, sino que abundan en profetizar el catastrofismo derivado de no obedecer al pie de la letra lo que nos está ordenando el político de turno. En la política del miedo se presentan al pueblo una serie de amenazas difusas y caóticas como excusa para conseguir que se acepten políticas de recorte de derechos y de vigilancia masiva de la ciudadanía (como el derecho al secreto de las comunicaciones, el derecho a la privacidad o la intimidad) a cambio de ayudar a preservar el orden y la fuerza del Estado que apresa y encarcela a los “díscolos”, manteniendo así los problemas en un segundo plano de la realidad[9].
Una estrategia de la vigilancia es hacerte sentir culpable si estás en contra de sus mecanismos, pero... ¿es algo malo rechazar que te vigilen y observen continuamente? Defender la propia privacidad parece ser cosa de terroristas y pederastas en lugar de personas preocupadas por sus derechos. Si bien, las reclamaciones de privacidad no han sido multitudinarias, y las que han tenido lugar han sido a menudo fraccionadas. Esto se debe a que las nuevas formas de vigilancia y control son juzgadas a menudo desde las supuestas ventajas que ofrecen y no como agentes de penalización, como ya se ha explicado.
La lucha contra la sociedad de control no debemos entenderla como una lucha a corto plazo, si bien si es una lucha que se endurece con el paso del tiempo. En esta lucha el tiempo juega en nuestra contra pues tendemos a desarrollar una tolerancia que nos conduce a soportar estas medidas de control sin que nazca una sensación de desasosiego y rechazo de las mismas. Con el paso del tiempo interiorizamos la existencia de controles que nos limitan, condicionan y adoctrinan. El proceso en sí de interiorizar el control ataca y debilita la oposición al mismo, pues sería como atacarnos a nosotros mismos. No desarrollamos tolerancia a la idea de estar controlados, ya que a nadie le gusta sentirse controlado, sino que dejamos de percibir el control como tal, creándose un desajuste entre el control real al que estamos sometidos y el control percibido. Este desajuste entre lo real y lo percibido hace que no seamos plenamente conscientes de hasta qué punto existen controles y que todo está vigilado, lo que reduce toda posibilidad de oposición a esta vigilancia.
La manera en que se construyen los discursos favorables a la videovigilancia en los que se apela al civismo para favorecer esta asimilación, debe ser lo primero en recibir nuestras críticas. El discurso culpabilizador anteriormente mencionado es el principal vehículo para la asimilación de estas medidas y para el desarrollo de tolerancia al control. No podemos dejar de considerar que las medidas de control forman parte de la educación y el condicionamiento que las generaciones posteriores deben recibir para garantizar la continuidad del sistema, como parte de una violencia simbólica que diluya sus protestas hasta volverlas inofensivas[10].
El desarrollo de tolerancia a las medidas de control comienza a operar tan pronto éstas están operativas, ya que a la inclusión de las mismas en nuestros hábitos, hay que unir que, debido al modo en que se justifican las mismas, muchas personas son automática e inconscientemente obligadas a aceptarlas. Sin embargo, en nadie es esta tolerancia tan acentuada como en las generaciones que nacen y crecen con posterioridad a la entrada en vigor de las mismas. Aquello que estamos acostumbrados a utilizar desde niños nos resulta más fácil de comprender, y aquello que entendemos con facilidad nos da confianza. El proceso de asimilación de las medidas por parte de los jóvenes constituye un enorme factor en contra de la resistencia a estas restricciones y controles, y por eso la oposición a las medidas de control es una lucha que, sin constituir una derrota asegurada a largo plazo, será más fácil ganar si evitamos que este nuevo régimen se prolongue innecesariamente en el tiempo[11]. La labor es ardua y difícil pero no por eso menos necesaria.
El espacio colectivo vigilado
Serás un gran artista / a menos que tengas buena vista
serás un paranoico / si quieres intimidad.
El ojo te ve. LPR
Las cámaras de videovigilancia -y otros dispositivos de control- en el mobiliario urbano de nuestras ciudades acaban conformando un paisaje arquitectónico cada vez más común. La proliferación de estas cámaras terminan transformando el espacio público en un gran escaparate dentro de un modelo de ciudad concreto. Son decisiones políticas tomadas fundamentalmente por cuestiones económicas como las ordenanzas cívicas o la propia implantación de sistemas de videovigilancia. Éstas presentadas a los medios de comunicación como el estado natural de las cosas son las que configuran los espacios públicos de la ciudad. Como ya hemos comentado todo ello incurriendo en los recortes de libertades y derechos fundamentales cediendo nuestra subjetividad a las máquinas y al poder que las controla[12]. La implantación de sistemas de control en el espacio público está relacionada con una serie de factores, fundamentalmente decisiones políticas que repercuten en lo económico. Se trata de la ciudad-empresa , la ciudad-marca: genérica y posmoderna, cada vez más carente de identidad, superficial y caricaturizada a través de una iconografía repetitiva que intenta rentabilizar a toda costa la explotación de su propia marca. Es la reconversión del espacio público en escaparate. Se relaciona íntimamente con el comercio, buscando asegurar las ventas de manera que se necesita tener bajo control el espacio público y privado. Se busca convertir las calles a imagen y semejanza de los centros comerciales con sus medidas de seguridad y control.
Si algunas actividades no encajan en el modelo de ciudad homogénea, entran en juego ciertas decisiones políticas que hacen los ajustes pertinentes y necesarios para que la ciudad funcione correctamente, en armonía y convivencia, desactivando aquello que sobra: ruido o suciedad, oposición o vandalismo, mendicidad o prostitución. Es el caso de los discursos de las ordenanzas cívicas y sus normativas sancionadoras. Se dice que son medidas de limpieza, de prevención y de gestión de una nueva complejidad social que debe contrarrestar el uso impropio o inadecuado del espacio público. Hablan en aras de un mayor y mejor uso del patrimonio y la vía pública. Pero sus principios conllevan una ambigüedad que se salvaguarda en nombre de la seguridad y la libertad del ciudadano a comportarse como quiera, dentro de los límites de la normativa. Si alguien pone en duda la iniciativa, desafía al sistema y es penalizado.
El discurso de las ordenanzas cívicas es el discurso del sentido común. Dentro de este contexto situamos el uso y aplicaciones de la videovigilancia. Es el estado natural de las cosas en la ciudad. Toda resistencia al sistema es calificada de sospechosa. Aquella persona que desconfía de este tipo de parlamento, algo tiene que ocultar. Todas las personas somos potencialmente “delincuentes” dentro de la política preventiva que se ha instalado en nuestra sociedad.
La apuesta por la videovigilancia se mueve en el terreno de lo obvio. ¿Quién se va a negar a aplicar un dispositivo destinado a persuadir a malhechores para que no cometan su crimen contra nosotros o contra nuestros hijos?, ¿por qué no usar una tecnología que tenemos al alcance de la mano, más desarrollada que nunca, para bajar los índices de criminalidad?
En el imaginario de lo incontrolado, lo inexorable, lo perverso y lo malvado en este paisaje desolador y poderosísimo presentado por no se sabe bien quién, pero amplificado por los medios, es el mismo en el que se insertan medidas como la videovigilancia[13]. El jefe de todo esto es la paranoia. El argumento del miedo nos lleva a que cedamos poco a poco y transfiramos nuestra responsabilidad a las cámaras de videovigilancia, ojos siempre abiertos más ágiles y eficaces que nosotros y a los que otorgamos credibilidad por su singular textura, verdadera, objetiva, real. Sin embargo, estos “ojos” no disciernen entre "tipos de infracciones", no sabe valorar un contexto o una circunstancia. Orinar, beber alcohol, reunirse a jugar a las cartas en la vía pública o colgar una pancarta contra la precariedad laboral se equiparan. De hecho, depende de a qué hora, con qué intención y cuántos individuos formen el grupo, son acciones que se consideran desafiantes. El sujeto se despolitiza, se desactiva como individuo si se paraliza por el temor a que su actividad pueda ser interpretada como inapropiada. "Pueda ser" ya es suficiente. Es un proceso psicológico sencillo. El hecho de conocer que existe una mera posibilidad de ser vigilado y acusado ya ha condicionado nuestra libertad de acción en el espacio público[14].
Una sociedad videovigilada es además una ciudad donde los vecinos se estandarizan, se normalizan. El ciudadano se atomiza, se produce en serie. Ante los ojos de la cámara, cada persona es un ciudadano indeterminado, unificado y acrítico. Al final el ciudadano, dentro de una ciudad-marca, se encuentra cumpliendo el papel que le ha sido asignado, gestionando su yo-marca, en palabras de Santiago López Petit. En definitiva, estos dispositivos fomentan la desconfianza y la deshumanización de nuestras calles[15]. Por si fuera poco, como ya se ha comentado, los datos no demuestran correlación entre un aumento de cámaras y la disminución de la delincuencia. En todo caso, las acciones delictivas se ven desplazadas a zonas menos vigiladas, más periféricas y probablemente más marginales.
El miedo ha cegado la conciencia del carácter coercitivo, de la subordinación a esta vigilancia. En la reflexión en torno al debate de la videovigilancia cabe plantearse cuestiones que van más allá de estar a favor o en contra del dispositivo en sí. Llega un momento en el que indudablemente las cámaras forman ya parte del decorado y ni siquiera nos incordian. Casi nunca pasa nada. Se interiorizan como parte de una posvideovigilancia. Pero es posible pensar la videovigilancia como debate para una construcción colectiva del espacio público, reutilizando la sinergia de la polémica para optar por una transformación de esta realidad, utilizando la creatividad y la inteligencia. Desde una perspectiva optimista, puede ser un momento interesante para reconducir el debate hacia un lugar donde podamos profundizar colectivamente en la cuestión. Deconstruir el discurso mediático de la videovigilancia es una responsabilidad del debate público en su búsqueda acerca de qué significa ser ciudadano hoy, ser político. En esta actitud se encuentra la vida de la ciudad y en ella reside la fuerza para construir de manera colectiva el espacio público. Es hora de revitalizar un contrato social al respecto y levantar un nuevo sentido común más cercano a la solidaridad, la confianza y la verdadera libertad. No podemos conformarnos con saber que nos manipulan. Hay que asumir el esfuerzo de retomar una actitud transformadora[16]. Es necesario lanzar estas reflexiones a grupos, colectivos y personas con una mayor sensibilidad expandiendo este debate buscando recuperar el espacio público devolviéndole la vida que ha sido hurtada por un modelo de globalización y metropolización a la calle, a la ciudad, a sus espacios públicos. Un buen ejemplo de esta aptitud de recuperación del espacio es la iniciativa del Jaion. Hay que buscar la implicación en los barrios enlazando, relacionando y conectando nuestras luchas con las luchas vecinales.
Las cámaras toman nuestras vidas. Se instalan en centros comerciales, en edificios públicos, en la calle, en los autobuses[17]. No parece que la proliferación de estos mecanismos de vigilancia y control genere un debate amplio e enriquecedor. Nos han convertido en “grandes artistas” de programas privados del tipo Gran Hermano. El mundo de Orwell se ha quedado pequeño. Para finalizar debemos preguntarnos ¿Queremos que nos estén vigilando continuamente mientras paseamos por la calle?, ¿nos vamos a sentir libres mientras somos observados por una cámara?, ¿quién estará tras esas cámaras?, ¿quién vigila al vigilante?[18] Y recordar que “hay un millón de ojos” y que “El ojo te ve, es un arma”.
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