Se trata de la biblioteca, se trata de Irun

fotoAl poeta y dramaturgo británico T. S. Eliot se le atribuye una frase que viene a decir algo así como que la existencia de bibliotecas constituye, en sí misma, la más firme prueba de que quizás haya aún alguna esperanza para el ser humano. Ignoro si nuestro alcalde conoce la sentencia de Eliot o, más importante aún, si es un usuario habitual de la biblioteca municipal, ahora rebautizada como centro cultural. A pesar de que una pasa bastantes horas a la semana en ese lugar, hasta ahora no he tenido nunca el placer de encontrármelo por ahí. Según cuentan, se deja ver con cierta facilidad (sobre todo cuando se acercan las elecciones) en el recinto que acoge los partidos oficiales de balompié y en otros eventos deportivos destacados, pero al parecer no frecuenta demasiado la biblioteca. Cada cual escoge dónde y a qué destinar su tiempo, faltaría más. Con todo, puede que si decidiera permanecer más tiempo en la biblioteca llegara a apreciar ese equipamiento municipal como se merece, y coincidiera conmigo en que constituye, de lejos, una de las inversiones más valiosas para nuestra ciudad.

Algunos sociólogos, encabezados por Ray Oldenburg, acuñaron en la década de 1980 el término “tercer espacio” para designar unos enclaves distintos a la esfera del hogar, primer espacio, y al ámbito profesional, segundo espacio. De acuerdo con dichos análisis, ese tercer espacio se refiere a ciertos lugares donde la gente puede encontrarse, reunirse e interrelacionarse de manera informal. Una de sus características más notables es la de ser un espacio neutro, especialmente propicio para provocar y alentar los intercambios entre los miembros de una comunidad y, de esa manera, dar lugar a reuniones que resultarían impensables en la esfera doméstica o en los puestos de trabajo. Además, desempeñan una función de nivelación social, pues dentro de un ambiente de concordia y respeto, quienes penetran en ellos quedan situados a pie de igualdad. Son, por tanto, catalizadores sociales, facilitan los encuentros y las relaciones. En épocas precedentes, los cafés, las tabernas o los templos religiosos podían ser clasificados en esa tercera clase de espacios. Como trataré de señalar aquí, desde muchos puntos de vista, y ante el declive de los ámbitos que originalmente se identificaban con el tercer lugar, las bibliotecas encarnan hoy mejor que ningún otro lugar esa categoría especial y la conducen a un horizonte ideal difícilmente superable.

Las bibliotecas representan, en efecto, espacios neutrales que tienden a diluir las divisiones sociales, tanto económicas como raciales, religiosas, y de edad, que se mantienen vigentes en situaciones ordinarias. Son espacios comunitarios de convivencia donde, bajo un conjunto limitado y simple de reglas de comportamiento, se ofrece un territorio accesible, cómodo, que favorece la interacción entre distintos grupos sociales. En una biblioteca, pueden compartir mesa una doctoranda de Física, un opositor a bombero, una niña que acaba de empezar a leer, un desempleado, un emigrado recién llegado, un vagabundo, una pensionista... A diferencia de lo que sucede en otros espacios culturales como teatros, museos o salas de concierto, y ello a causa seguramente de que éstos funcionan a partir de una programación fija diseñada de antemano y que, por consiguiente, atraen a un público restringido, dotado de unos intereses particulares, las bibliotecas encarnan un espacio de integración extraordinario que permite un contacto de proximidad entre individuos que, de otra manera, tienden a permanecer segmentados. En contraste con esas otras instituciones culturales, la biblioteca no proyecta jerarquía sobre las preferencias ni tiende a discriminar los gustos: una encontrará en ese espacio elaboraciones cultas y populares, aptas para todos los públicos y niveles. Las bibliotecas se encuentran potencialmente abiertas a cualquier miembro de la comunidad y le brindan la posibilidad de refugiarse en un espacio limpio, acogedor, confortable y estimulante. Un lugar en el que guarecerse del frío, del calor, de la lluvia, del ruido y del tedio; en el que se pueden pasar las horas sin tener la obligación de gastar dinero alguno, lo cual es, en nuestros estilos de vida cada vez más organizados en torno al consumo, una rara excepción que, de hecho, convendría desarrollar (ampliando sus horarios de apertura al público equiparándolos a los de los polideportivos, por ejemplo). De hecho, si no ando equivocada, la biblioteca representa, en Irun, el único equipamiento municipal no-exterior que permite su disfrute gratuito. Es tal su generosidad en ese afán por brindar un espacio de convivialidad y protección, que ni siquiera es preciso estar empadronado en la ciudad para poder usar buena parte de los servicios que allí se prestan. Fresca en verano, cálida en invierno, silenciosa y hospitalaria, la biblioteca dispone de lavabos, ofrece periódicos, revistas, discos, películas, libros, ordenadores, y acceso a internet a todo aquel que desee cobijarse allí. Poco importa su procedencia, su clase social, su credo, su educación, su profesión, sus convicciones políticas, su nivel cultural, su edad... no hay restricciones. La biblioteca es, a todas luces, una de las herramientas de integración social más poderosas que se puede imaginar, un espacio desde el cual cabe mitigar con eficacia pesares e injusticias sociales tan dramáticas como la pobreza, la exclusión o la soledad crónica. Mediten por un momento y díganme si conocen alguna otra institución, pública o privada, que ofrezca tanto a cambio de tan poco. La biblioteca es un tesoro, un pequeño paraíso, un milagro.

Ese milagro necesita, como es natural, de cuidados y atenciones. En primer lugar, un presupuesto adecuado que garantice su mantenimiento y funcionamiento óptimos. Pero, viendo todo lo que nos brinda ese espacio extraordinario, ¿no creen que merece la pena? ¿Acaso no es uno de los destinos más razonables para el gasto público, un dispendio que apenas requiere explicación o legitimidad por resultar obvio? Entonces, ¿cómo es posible que el señor José Antonio Santano haya permitido la externalización de los servicios bibliotecarios? ¿Cómo entender que una función tan esencial para esa institución prodigiosa como la desempeñada por los profesionales que gestionan su uso cotidiano esté en manos de una empresa subcontratada que, pese a exigir una titulación universitaria y otros elevados requisitos, les paga a sus trabajadores un salario infame (no cabe emplear otro adjetivo)? Resulta inaceptable, una irresponsabilidad teniendo cuenta el papel que desempeña la biblioteca en la vida de la ciudad y un verdadero escándalo viniendo de un alcalde que se autoproclama “socialista”. Se trata, sin duda, de un síntoma revelador de que el equipo que gobierna la ciudad no sabe apreciar las virtudes inmensas de ese servicio y, peor aún, de que atesora muy poca sensibilidad por la calidad de la vida pública y la convivencia. Señor Santano, si lee usted estas líneas se lo ruego: rectifique de inmediato, actúe por una vez a la altura de lo que se espera de su cargo y confiera dignidad a esos profesionales que con tanto esmero sirven a Irun. Si lo hace a tiempo, podré pensar, siguiendo a Eliot, que la esperanza que brota en nuestra biblioteca se propaga y alcanza el Consistorio.

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